Juan Manuel Martín-Moreno
A. Los reinos helenísticos
La larga confrontación entre los persas y los griegos a lo largo de las tres guerras médicas verá su final en la total derrota persa que pondrá todo aquel inmenso imperio en las manos de Alejandro y sus militares. Los griegos que hasta entonces se habían mantenido básicamente a la defensiva, se lanzan ahora a una campaña sistemática de invasión y conquista del imperio persa, hasta conseguir el éxito más absoluto y derrocar al último monarca persa, Darío III.
Con motivo de estas campañas Alejandro Magno entró en Jerusalén en el año 333 a.C. inaugurando así una nueva etapa en la historia del pueblo judío. Alejandro, trató de realizar una síntesis entre el mundo oriental y el occidental. Organizó una gran boda en Susa, en la que él, sus generales y otros diez mil macedonios se casaron con mujeres de la nobleza persa. Pero a pesar de sus esfuerzos no consiguió que Persas y Macedonios fueran un solo pueblo. Como los reyes persas, Alejandro siguió también una política de gran tolerancia religiosa.
Apenas hay alusiones en la Biblia a Alejandro. Sólo en Dn 8,5, “un macho cabrío de occidente”, quizás Za 9,1-8 y 1 Mc 1,1-7. En realidad las guerras de Alejandro no afectaron a Judea, y la tolerancia de Alejandro no supuso ningún cambio sustancial para aquella pequeña provincia que cambiaba de dueño.
Su muerte prematura impidió que esa síntesis llegara a la madurez, y llevó a la división de los inmensos territorios conquistados por él entre sus generales. Este es el origen del nacimiento de los llamados Reinos helenísticos. En todos ellos encontramos una estructura semejante. En la capital hay una minoría griega en torno a la corte y al rey, que va a ir filtrando la lengua y la cultura griega al resto de la población. Esta tarea que tardará varios siglos recibe el hombre de “helenización”. En unos casos se da de una forma más rápida y radical que en otros. Lo helenístico se contrapone a lo helénico. Designamos como helénicos a todos los fenómenos culturales asociados a la península griega durante los siglos de oro, siglos V y IV a.C. En cambio llamamos “helenísticos” a todos los fenómenos, artísticos, literarios, y sociales relacionados con la cultura griega exportada a los países del Oriente, durante los siglos III a.C. al siglo I.
De entre los reinos helenísticos los que más nos interesan para la historia bíblica son los asentados en Siria y en Egipto. En Siria se establece la dinastía de Seleuco, uno de los generales de Alejandro, con capital en Antioquia. En Egipto se instala la dinastía de Tolomeo, otro de los generales, con capital en Alejandría. Ambas dinastías se conocen con los nombres respectivos de seléucidas y lágidas.
B. Judá bajo los lágidas durante el siglo III A.C.
El primer general en afianzarse fue Tolomeo en Egipto. Seleuco tuvo que refugiarse donde Tolomeo I Soter, porque Antígono se había hecho fuerte en Asia Menor y Siria. Cuando finalmente Seleuco pudo tomar Babilonia, la ciudad de más prestigio, dará comienzo la era seléucida en el año 312. Once años más tarde en 301, Antígono quedará definitivamente derrotado en la batalla de Pisos, y Seleuco se quedará como dueño y señor de la siria, poniendo su capital en la ciudad de Antioquía.
Entre el 301 y el 200 a.C., Jerusalén quedará bajo el dominio de los Tolomeos, dependiendo de Alejandría, aunque no deja de sufrir las ambiciones expansionistas de la corte de Antioquía; numerosos judíos se asentarán en ambas ciudades.
Durante este siglo se sucedieron cinco monarcas en Alejandría que portan todos ellos el nombre de Tolomeo. Los reyes de Antioquía nunca aceptaron que Judá y la Celesiria quedasen bajo el poder de los lágidas de Alejandría, y promovieron continuas guerras para tratar de ocupar estos territorios. Aunque apenas sabemos nada de Judea en este siglo, las heridas de estas continuas guerras debieron de ser muy profundas en todo el país.
Antígono fue el primero en dividir el reino en “toparquías”, que consistían en una ciudad y el territorio circundante con sus pueblos. Un conjunto de toparquías constituían la hiparquía. El nombre de estas hiparquias se nos ha conservado en nombres en –itis como Gaulanitis, Trachonitis, o en –aia, como Ioudaia, Galilaia…
Al parecer durante esta época Jerusalén y toda Judea estaba gobernada por una asamblea de 70 ancianos que se denomina “la gran Asamblea” en la literatura rabínica posterior. La Asamblea estaba presidida por el sumo sacerdote que tenía una posición muy importante. El sumo sacerdocio se pasaba de padres a hijos.
Samaría parece haber sido repoblada con macedonios y tendrá una población griega. Es en la vecina Siquén donde los “samaritanos” continuarán su culto con su templo, aunque el cisma sólo tendrá lugar más adelante.
Las nuevas autoridades de Alejandría no cambiaron el régimen administrativo que la provincia había tenido durante el dominio persa, y Jerusalén gozó de un notable grado de autonomía social y política, pero la cultura helenística que se iba difundiendo progresivamente a través de escuelas y gimnasios chocaba fuertemente con la mentalidad judía, y la sabiduría griega, muy atractiva para los sabios de Israel, cuestionaba su visión del mundo. En esta época comienzan a fundarse nuevas ciudades, según el modelo de la “polis” griega, autónomas y con democracia interna, que serán uno de los principales medios de difusión del helenismo. Algunas ciudades antiguas adoptan también estatuto de autonomía y se refundan con un nombre griego, como es el caso de Akko que pasa a llamarse Tolemaida, o Beisán que pasa a llamarse Escitópolis.
C. Judá bajo los seleúcidas: La insurrección macabea
En el año 200 a.C. Antíoco III, en el curso de la quinta guerra siria conquista Judá, incorporándola al reino seléucida. La batalla decisiva se libró en Panium (Banias), cerca del templo del dios Pan. El general egipcio Escopas, fue totalmente derrotado a manos del ejército de Antíoco III el Grande.
Los lágidas, como hemos dicho se habían mostrado muy tolerantes para con la cultura y la religión judía. Sin embargo los seléucidas intentaron apretar el pedal de la helenización. A partir de este momento se acentuó la tensión entre los judíos “helenizantes” (admiradores de la cultura griega y partidarios de cambiar la tradición hierocrática judía por un sistema democrático) y los tradicionalistas (los “puros” o hasidim). La situación se fue enrareciendo cuando Jasón primero, y Menelao después, representantes de un judaísmo helenizante y sin escrúpulos. acceden ilegítimamente al sumo sacerdocio, gracias al apoyo que el rey de Antioquía les presta a cambio de importantes sumas de dinero. El conflicto de fondo es más un conflicto civil entre judíos que una guerra entre los judíos y los sirios. Es el partido judío helenizante el que acudió a Antíoco pidiéndole su protección, y exigiendo que acelerase el proceso helenizador de las instituciones.
Antíoco III el vencedor de Panium, fue poco después aplastado por los romanos en la batalla de Magnesia, (189 a.C.) y en la humillante paz de Apamea se vio obligado a pagar unas cuantiosísimas indemnizaciones de guerra a los romanos. Esto acentuó mucho en adelante la necesidad de fondos de los seléucidas, y su afición a confiscar los bienes de las provincias, especialmente los templos de los dioses que cumplían entonces la función de los bancos.
Su sucesor Antíoco IV, con la complicidad del sumo sacerdote Menelao, saqueó el templo de Jerusalén e impuso allí el culto de Zeus, lo cual constituyó el último determinante de la revuelta nacionalista de los Macabeos. Este culto de Zeus en el interior del templo de Jerusalén es lo que el libro de Daniel designa como “abominación de la desolación” (Dn 11,31; 12,11). Para controlar mejor la ciudad los sirios construyeron cerca del templo una gran fortaleza conocida con el nombre de Acra, desde donde ejercían su supremacía militar sobre toda la ciudad
Matatías ben Hasmón y sus hijos fueron los dirigentes de la revuelta. En un principio el objetivo era mantener la pureza de la religión frente a las contaminaciones idolátricas de los griegos. A este efecto los macabeos en los comienzos de su revuelta se vieron apoyados por el partido de los hasidim, los judíos celosos de la Ley. Pero como veremos los hasidim acabarán enfrentándose a la dinastía nacida de los macabeos, una vez que el éxito militar de la revuelta llevó a la dinastía asmonea a ambicionar la independencia política desconocida por los judíos desde el final de la monarquía davídica.
Matatías murió poco después de la sublevación (167 a.C.). Su sucesor al frente de la sublevación fue su hijo Judas Macabeo, que tras los triunfos espectaculares en las batallas de Bet Horon, Emaús y Bet Zur logró entrar triunfalmente en Jerusalén y purificar el templo (164 a.C.), pero no consiguió tomar el Akra, la fortaleza de los seléucidas junto al templo. El aniversario de esta rededicación del Templo el día 25 de Kislev (Diciembre) pasó a convertirse en la popular fiesta judía de Hanukkah, en la que se encienden las luminarias, el candelabro de los ocho brazos, y se recuerda el prodigio de que el fuego que ardía permanentemente delante del santuario fuera hallado ardiendo todavía milagrosamente.
Estas guerras se nos cuentan en los libros primero y segundo “de los Macabeos”, que se consideran libros deuterocanónicos por no estar incluidos en la Biblia judía ni tampoco en la de las Iglesias protestantes que siguen el canon judío.
Los dos libros no cuentan historias sucesivas, como pudiera pensarse, sino que discurren de forma paralela y tienen características literarias muy diferentes. El “libro segundo”, escrito en griego y con un estilo grandilocuente, narra las campañas gloriosas de los rebeldes y el triunfo final de los hasidim, que culmina con la nueva consagración del altar y la instauración de la Hanukkah. En cambio, el “libro primero”, en realidad posterior al “segundo”, y escrito en hebreo, está orientado a justificar la entronización de los asmoneos (Jonatán, Simón, Juan Hircano, Alejandro Janeo) como sumos sacerdotes.
Volviendo a la historia política de Palestina, tras la muerte de Judas (160 a.C.), su hermano Jonatán (160-142 a.C.) heredó el liderazgo de la revuelta y usurpó el sumo sacerdocio en el año 152 a.C., tras la muerte del sumo sacerdote Alcimo. Supo aprovecharse de la extrema debilidad del reino seléucida dividido entre los dos pretendientes Demetrio I y Alejandro Balas y sus sucesores. Jonatán fue muy hábil para jugar a favor de unos y otros siempre en función de su ambición política de total independencia.
Aunque la familia de Matatías era de estirpe sacerdotal, sin embargo no pertenecían a la estirpe sadoquita, que era la única con derechos al sumo sacerdocio según las exigencias más estrictas. Esto dio lugar a una ruptura con los hasidim, que hasta ahora habían apoyado la revuelta macabea, y llevó a algunos sacerdotes radicales a apartarse del templo y sus instituciones, para separarse de la corrupción: este es el origen de la “secta” de los esenios (en el año 141 a.C. tiene lugar el exilio del “maestro de Justicia”), que no se reduce al asentamiento monástico de Qumrán; hubo también esenios en lugares como Damasco o Alejandría.
D. El afianzamiento de la monarquía asmonea
Jonatán murió violentamente en la ciudad de Tolemaida, del mismo modo como murieron todos los hermanos Macabeos. Le sucedió Simón (143-134 a.C.), el último de los hermanos, que unió en su persona la función religiosa de sumo sacerdote y la función política de etnarca. Consiguió de Demetrio II la total exención de impuestos, lo cual suponía de hecho la plena independencia con respecto al poder de los seléucidas. Simultáneamente abolió la era seléucida como modo de datación cronológica, y a todos los efectos gobernó como un soberano independiente. Como sus hermanos antes de él, Simón buscó siempre el favor y la protección de Roma, siempre dispuesta a debilitar el poder de los seléucidas. Simón fue asesinado también violentamente junto con dos de sus hijos por su yerno Ptolomeo, lo cual nos hace ver lo turbulentos que fueron aquellos tiempos en los que la casi totalidad de los reyes y pretendientes antioquenos así como los dirigentes judíos murieron violentamente.
Tras él, su hijo Juan Hircano (134-104 a.C.) fue aún más lejos, proclamándose rey y ampliando el territorio judío hasta los límites que había alcanzado en su momento de mayor esplendor, en tiempos de David y Salomón. Entre sus conquistas se cuenta la Idumea y la Samaría. Hircano llevó a cabo una intensa judaización de su reino (destrucción del templo samaritano del Garizín en el 128 a.C.), forzando a sus habitantes a circuncidarse o exilarse.
Pese a estos éxitos militares, Juan Hircano vivía más como un monarca helenístico que como un verdadero sacerdote judío, y los sectores más tradicionales criticaban la identificación entre la realeza y el sacerdocio, reclamando una separación de ambas funciones. En este contexto surgió el grupo de los “fariseos”, que tan importantes serán en la época de Jesús y posteriormente. Constituían una piadosa fraternidad laica, que buscaba la santificación de la vida cotidiana, trasladando a esta la exigencia de pureza ritual del templo de Jerusalén. Aspiraban a aplicar la Torah a la vida de su tiempo, para lo cual completaron la ley escrita en el Pentateuco con numerosos preceptos tomados de la tradición oral de Israel (rabinismo).
Los fariseos, que pronto alcanzaron gran prestigio entre el pueblo, pretendieron influir en la política judía y fueron entrando en conflicto con la dinastía asmonea que se iba helenizando cada vez más. A la muerte de Juan Hircano, uno de sus hijos, Aristóbulo I, hizo morir a su madre y a su hermano Antígono, y asumió el título de rey por primera vez. Su reinado fue muy breve, apenas dos años, pero en este tiempo consiguió seguir ensanchando las fronteras del reino conquistando la Iturea y forzando a la población a judaizarse.
A la muerte temprana de Aristóbulo, su viuda Alejandra Salomé contrajo matrimonio con el hermano de Aristóbulo, Alejandro Janeo, que será el más brillante de los reyes asmoneos (103-76 a.C.) En su época se agudizó el conflicto con los fariseos que tomaron parte en un levantamiento general contra su monarquía con ayuda extranjera. Janeo respondió con una violenta represión (más de 3000 fariseos fueron crucificados), pero a su muerte encomendó a su sucesora, la reina viuda Alejandra, que actuara de forma más conciliadora.
Alejandro Janeo siguió la política expansionista de sus predecesores y extendió su dominio sobre casi todas las ciudades costeras, y muchas de las ciudades de la Decápolis en la Transjordania. Al final de las campañas de la dinastía asmonea, los judíos consiguieron recomponer un reino casi tan extenso como el atribuido a David en la Biblia. Su política de limpieza étnica intentó crear una homogeneidad judía, forzando a los extranjeros a judaizar a exiliarse.
Alejandra Salomé (76-67 a.C.) asumió el poder tras la muerte de su marido y realizó un cambio brusco de política. Admitió a los fariseos en el consejo real (“sanedrín”), al lado de los saduceos, con lo cual su influencia se acrecentó notablemente. De hecho, es la espiritualidad farisea la que dominó, hasta los tiempos de Jesús, el judaísmo palestino.
Dado que no podía ejercer la función sacerdotal por ser mujer, Alejandra confió este puesto a su hijo mayor Hircano II, hombre débil e influenciable, sometido a su consejero Antípatro el idumeo.
A la muerte de Alejandra, el hijo pequeño Aristóbulo, se proclamó rey, deponiendo a su hermano mayor Hircano. Éste tuvo que huir a refugiarse con los nabateos y aconsejado por su canciller Antípatro, entró en negociaciones con Pompeyo. Pompeyo era el representante de Roma, la nueva potencia mediterránea, que se encontraba por entonces por la zona, donde había anexionado los últimos restos de la monarquía seléucida transformando a Siria en provincia romana.
El general romano decidió apoyar la causa de Hircano porque le vio más manipulable. Las legiones romanas consiguieron hacerse con Jerusalén y cautivar a Aristóbulo y a sus hijos a quienes llevó consigo a Roma como cautivos.
Con la entrada de Pompeyo en Jerusalén (63 a.C.), terminará la autonomía del reino de los judíos que a partir de entonces estará sometidos al poder de Roma bien directamente o bien a través de regímenes marioneta.
E. La literatura bíblica durante la época helenística
Veremos algunas de las novedades que se producen en la elaboración de los libros sagrados del judaísmo durante esta época. Ya nos hemos referido anteriormente a los dos libros de los Macabeos que no fueron admitidos en el canon rabínico, pero que están presentes en la edición de los LXX.
En el contexto del primer influjo del helenismo surge el libro de Qohelet (conocido también por su nombre griego de Eclesiastés, o “el predicador”), una obra extrañísima, que rezuma escepticismo y desengaño. A lo largo de este período se cierra también la colección de los salmos, y se recogen una serie de cantos de amor tradicionales que van a configurar el “Cantar de los cantares” (quizá reflejo de un deseo de mostrar, ante la pujanza de la literatura griega, el genio lírico hebreo).
Durante la etapa helenística proliferan las escuelas rabínicas, dedicadas al estudio de la Torah. En una de ellas surge el libro del “Eclesiástico”, que recoge las enseñanzas de Jesús ben Sira, maestro de Jerusalén. Redactado en torno al año 200 a.C. y traducido al griego en Alejandría, se difundió sobre todo entre los judíos de la diáspora (hasta hace un siglo sólo se conocía en versión griega). Consiste en una especie de enciclopedia sapiencial, que contribuyó a alimentar la piedad judía, igual que otro libro de esta época, el de Tobías, una “novela ejemplar” ambientada en Nínive (y por ello especialmente atractiva para los de la diáspora). Ninguna de las dos obras ha sido admitida en el canon judío.
A mediados del siglo III se produce un acontecimiento de gran importancia: se traduce por primera vez la Torah al griego, para atender a las necesidades de los judíos de Alejandría, que ya no eran capaces de leer el hebreo. Dicha traducción tuvo lugar durante el reinado de Tolomeo II Filadelfo (285-247 a.C.). Según se cuenta en la “carta de Aristeas”, el rey de Egipto, deseoso de conocer los libros sagrados de las diversas religiones, había pedido a Jerusalén el envío de expertos; el sumo sacerdote le mandó setenta maestros, los cuales, trabajando independientemente, llegaron a un resultado idéntico en la traducción. La versión “de los LXX”, que supone un esfuerzo notable de inculturación por parte del judaísmo, será la Biblia de las primeras comunidades cristianas, y la que manejarán los redactores del Nuevo Testamento.
Los sucesos relacionados con la revolución asmonea no fueron meramente una guerra de liberación contra las autoridades de Antioquía, sino que dieron lugar a una importante reflexión sobre esos mismos sucesos a la luz de la fe. En estos tiempos conflictivos, la espiritualidad judía acentúa la invitación a confiar en Dios y en su intervención salvadora en favor de los justos; tal es el humus en el que se va a desarrollar la literatura apocalíptica. Ya no hay profetas que puedan iluminar, con la luz de Dios, la oscuridad en que camina el pueblo; por eso se escriben libros evocando a los grandes testigos del pasado (Elías, Moisés, Enoc, incluso Adán y Eva...), a los cuales, por su cercanía a Dios, se les considera capaces de predecir el futuro.
La literatura apocalíptica también ha encontrado su lugar en la Biblia: a este género pertenecen la segunda parte del libro de Zacarías (capítulos 9 al 14) y, sobre todo, diversas secciones del libro de Daniel. Este es un texto complejo, con diversos estratos redaccionales, y con una posible base histórica muy escasa (el protagonista es un judío llamado Daniel que vive en Babilonia en la época del destierro). Una parte está escrita en hebreo, otra en arameo y otra en griego; esta última no se incluye en las Biblias judías y protestantes, de manera que el libro tiene diferente extensión en unas Biblias y en otras.
Las características de la literatura apocalíptica ya están presentes en las primeras obras: pseudonimia, simbolismo numérico, lenguaje secreto, actividad de los ángeles y angelología, división de la historia en períodos, y referencia a un tiempo futuro de salvación en medio de grandes cataclismos. Esta urgencia apocalíptica se hace sentir sobre todo en tiempos de gran opresión y persecuciones.
Otro libro escrito en esta etapa helenística es el libro de Ester, una novela “ejemplar”, probablemente con algún fondo histórico, que muestra cómo Dios interviene en favor de su pueblo oprimido. La parte hebrea del libro no contiene, curiosamente, ninguna alusión de tipo religioso, y más bien da la impresión de ser un canto a la venganza; en cambio, la sección escrita en griego, más piadosa, incluye numerosas oraciones. El libro de Ester se lee en la fiesta llamada Purim (“las suertes”), fiesta de origen desconocido, aunque ciertamente posterior al exilio, y que tiene que ver con la costumbre babilonia de “echar las suertes” en la primavera, al comienzo del año astrológico. Naturalmente, el judaísmo ha reinterpretado esta fiesta pagana, dándole otro sentido, pero aún quedan en el libro ciertas reminiscencias babilónicas.
El libro de Judit (“la judía”), novela escrita para alentar a los participantes en la rebelión asmonea, es una exaltación de la debilidad judía (Judit) frente a la fuerza de las grandes potencias (Holofernes). En el trasfondo de la narración se mezclan, de manera poco histórica, elementos de los diversos imperios que habían dominado el Oriente en los siglos anteriores (Asiria, Babilonia, Persia, Grecia...). Los libros posteriores, como el de Baruc, la “carta de Jeremías” o el libro de la Sabiduría, escrito en griego en torno al año 60 a.C., ya no serán incluidos en el canon judío.
Martín-Moreno González, Juan Manuel, Historia de Israel, Universidad Comillas de Madrid,
A. Los reinos helenísticos
La larga confrontación entre los persas y los griegos a lo largo de las tres guerras médicas verá su final en la total derrota persa que pondrá todo aquel inmenso imperio en las manos de Alejandro y sus militares. Los griegos que hasta entonces se habían mantenido básicamente a la defensiva, se lanzan ahora a una campaña sistemática de invasión y conquista del imperio persa, hasta conseguir el éxito más absoluto y derrocar al último monarca persa, Darío III.
Con motivo de estas campañas Alejandro Magno entró en Jerusalén en el año 333 a.C. inaugurando así una nueva etapa en la historia del pueblo judío. Alejandro, trató de realizar una síntesis entre el mundo oriental y el occidental. Organizó una gran boda en Susa, en la que él, sus generales y otros diez mil macedonios se casaron con mujeres de la nobleza persa. Pero a pesar de sus esfuerzos no consiguió que Persas y Macedonios fueran un solo pueblo. Como los reyes persas, Alejandro siguió también una política de gran tolerancia religiosa.
Apenas hay alusiones en la Biblia a Alejandro. Sólo en Dn 8,5, “un macho cabrío de occidente”, quizás Za 9,1-8 y 1 Mc 1,1-7. En realidad las guerras de Alejandro no afectaron a Judea, y la tolerancia de Alejandro no supuso ningún cambio sustancial para aquella pequeña provincia que cambiaba de dueño.
Su muerte prematura impidió que esa síntesis llegara a la madurez, y llevó a la división de los inmensos territorios conquistados por él entre sus generales. Este es el origen del nacimiento de los llamados Reinos helenísticos. En todos ellos encontramos una estructura semejante. En la capital hay una minoría griega en torno a la corte y al rey, que va a ir filtrando la lengua y la cultura griega al resto de la población. Esta tarea que tardará varios siglos recibe el hombre de “helenización”. En unos casos se da de una forma más rápida y radical que en otros. Lo helenístico se contrapone a lo helénico. Designamos como helénicos a todos los fenómenos culturales asociados a la península griega durante los siglos de oro, siglos V y IV a.C. En cambio llamamos “helenísticos” a todos los fenómenos, artísticos, literarios, y sociales relacionados con la cultura griega exportada a los países del Oriente, durante los siglos III a.C. al siglo I.
De entre los reinos helenísticos los que más nos interesan para la historia bíblica son los asentados en Siria y en Egipto. En Siria se establece la dinastía de Seleuco, uno de los generales de Alejandro, con capital en Antioquia. En Egipto se instala la dinastía de Tolomeo, otro de los generales, con capital en Alejandría. Ambas dinastías se conocen con los nombres respectivos de seléucidas y lágidas.
B. Judá bajo los lágidas durante el siglo III A.C.
El primer general en afianzarse fue Tolomeo en Egipto. Seleuco tuvo que refugiarse donde Tolomeo I Soter, porque Antígono se había hecho fuerte en Asia Menor y Siria. Cuando finalmente Seleuco pudo tomar Babilonia, la ciudad de más prestigio, dará comienzo la era seléucida en el año 312. Once años más tarde en 301, Antígono quedará definitivamente derrotado en la batalla de Pisos, y Seleuco se quedará como dueño y señor de la siria, poniendo su capital en la ciudad de Antioquía.
Entre el 301 y el 200 a.C., Jerusalén quedará bajo el dominio de los Tolomeos, dependiendo de Alejandría, aunque no deja de sufrir las ambiciones expansionistas de la corte de Antioquía; numerosos judíos se asentarán en ambas ciudades.
Durante este siglo se sucedieron cinco monarcas en Alejandría que portan todos ellos el nombre de Tolomeo. Los reyes de Antioquía nunca aceptaron que Judá y la Celesiria quedasen bajo el poder de los lágidas de Alejandría, y promovieron continuas guerras para tratar de ocupar estos territorios. Aunque apenas sabemos nada de Judea en este siglo, las heridas de estas continuas guerras debieron de ser muy profundas en todo el país.
Antígono fue el primero en dividir el reino en “toparquías”, que consistían en una ciudad y el territorio circundante con sus pueblos. Un conjunto de toparquías constituían la hiparquía. El nombre de estas hiparquias se nos ha conservado en nombres en –itis como Gaulanitis, Trachonitis, o en –aia, como Ioudaia, Galilaia…
Al parecer durante esta época Jerusalén y toda Judea estaba gobernada por una asamblea de 70 ancianos que se denomina “la gran Asamblea” en la literatura rabínica posterior. La Asamblea estaba presidida por el sumo sacerdote que tenía una posición muy importante. El sumo sacerdocio se pasaba de padres a hijos.
Samaría parece haber sido repoblada con macedonios y tendrá una población griega. Es en la vecina Siquén donde los “samaritanos” continuarán su culto con su templo, aunque el cisma sólo tendrá lugar más adelante.
Las nuevas autoridades de Alejandría no cambiaron el régimen administrativo que la provincia había tenido durante el dominio persa, y Jerusalén gozó de un notable grado de autonomía social y política, pero la cultura helenística que se iba difundiendo progresivamente a través de escuelas y gimnasios chocaba fuertemente con la mentalidad judía, y la sabiduría griega, muy atractiva para los sabios de Israel, cuestionaba su visión del mundo. En esta época comienzan a fundarse nuevas ciudades, según el modelo de la “polis” griega, autónomas y con democracia interna, que serán uno de los principales medios de difusión del helenismo. Algunas ciudades antiguas adoptan también estatuto de autonomía y se refundan con un nombre griego, como es el caso de Akko que pasa a llamarse Tolemaida, o Beisán que pasa a llamarse Escitópolis.
C. Judá bajo los seleúcidas: La insurrección macabea
En el año 200 a.C. Antíoco III, en el curso de la quinta guerra siria conquista Judá, incorporándola al reino seléucida. La batalla decisiva se libró en Panium (Banias), cerca del templo del dios Pan. El general egipcio Escopas, fue totalmente derrotado a manos del ejército de Antíoco III el Grande.
Los lágidas, como hemos dicho se habían mostrado muy tolerantes para con la cultura y la religión judía. Sin embargo los seléucidas intentaron apretar el pedal de la helenización. A partir de este momento se acentuó la tensión entre los judíos “helenizantes” (admiradores de la cultura griega y partidarios de cambiar la tradición hierocrática judía por un sistema democrático) y los tradicionalistas (los “puros” o hasidim). La situación se fue enrareciendo cuando Jasón primero, y Menelao después, representantes de un judaísmo helenizante y sin escrúpulos. acceden ilegítimamente al sumo sacerdocio, gracias al apoyo que el rey de Antioquía les presta a cambio de importantes sumas de dinero. El conflicto de fondo es más un conflicto civil entre judíos que una guerra entre los judíos y los sirios. Es el partido judío helenizante el que acudió a Antíoco pidiéndole su protección, y exigiendo que acelerase el proceso helenizador de las instituciones.
Antíoco III el vencedor de Panium, fue poco después aplastado por los romanos en la batalla de Magnesia, (189 a.C.) y en la humillante paz de Apamea se vio obligado a pagar unas cuantiosísimas indemnizaciones de guerra a los romanos. Esto acentuó mucho en adelante la necesidad de fondos de los seléucidas, y su afición a confiscar los bienes de las provincias, especialmente los templos de los dioses que cumplían entonces la función de los bancos.
Su sucesor Antíoco IV, con la complicidad del sumo sacerdote Menelao, saqueó el templo de Jerusalén e impuso allí el culto de Zeus, lo cual constituyó el último determinante de la revuelta nacionalista de los Macabeos. Este culto de Zeus en el interior del templo de Jerusalén es lo que el libro de Daniel designa como “abominación de la desolación” (Dn 11,31; 12,11). Para controlar mejor la ciudad los sirios construyeron cerca del templo una gran fortaleza conocida con el nombre de Acra, desde donde ejercían su supremacía militar sobre toda la ciudad
Matatías ben Hasmón y sus hijos fueron los dirigentes de la revuelta. En un principio el objetivo era mantener la pureza de la religión frente a las contaminaciones idolátricas de los griegos. A este efecto los macabeos en los comienzos de su revuelta se vieron apoyados por el partido de los hasidim, los judíos celosos de la Ley. Pero como veremos los hasidim acabarán enfrentándose a la dinastía nacida de los macabeos, una vez que el éxito militar de la revuelta llevó a la dinastía asmonea a ambicionar la independencia política desconocida por los judíos desde el final de la monarquía davídica.
Matatías murió poco después de la sublevación (167 a.C.). Su sucesor al frente de la sublevación fue su hijo Judas Macabeo, que tras los triunfos espectaculares en las batallas de Bet Horon, Emaús y Bet Zur logró entrar triunfalmente en Jerusalén y purificar el templo (164 a.C.), pero no consiguió tomar el Akra, la fortaleza de los seléucidas junto al templo. El aniversario de esta rededicación del Templo el día 25 de Kislev (Diciembre) pasó a convertirse en la popular fiesta judía de Hanukkah, en la que se encienden las luminarias, el candelabro de los ocho brazos, y se recuerda el prodigio de que el fuego que ardía permanentemente delante del santuario fuera hallado ardiendo todavía milagrosamente.
Estas guerras se nos cuentan en los libros primero y segundo “de los Macabeos”, que se consideran libros deuterocanónicos por no estar incluidos en la Biblia judía ni tampoco en la de las Iglesias protestantes que siguen el canon judío.
Los dos libros no cuentan historias sucesivas, como pudiera pensarse, sino que discurren de forma paralela y tienen características literarias muy diferentes. El “libro segundo”, escrito en griego y con un estilo grandilocuente, narra las campañas gloriosas de los rebeldes y el triunfo final de los hasidim, que culmina con la nueva consagración del altar y la instauración de la Hanukkah. En cambio, el “libro primero”, en realidad posterior al “segundo”, y escrito en hebreo, está orientado a justificar la entronización de los asmoneos (Jonatán, Simón, Juan Hircano, Alejandro Janeo) como sumos sacerdotes.
Volviendo a la historia política de Palestina, tras la muerte de Judas (160 a.C.), su hermano Jonatán (160-142 a.C.) heredó el liderazgo de la revuelta y usurpó el sumo sacerdocio en el año 152 a.C., tras la muerte del sumo sacerdote Alcimo. Supo aprovecharse de la extrema debilidad del reino seléucida dividido entre los dos pretendientes Demetrio I y Alejandro Balas y sus sucesores. Jonatán fue muy hábil para jugar a favor de unos y otros siempre en función de su ambición política de total independencia.
Aunque la familia de Matatías era de estirpe sacerdotal, sin embargo no pertenecían a la estirpe sadoquita, que era la única con derechos al sumo sacerdocio según las exigencias más estrictas. Esto dio lugar a una ruptura con los hasidim, que hasta ahora habían apoyado la revuelta macabea, y llevó a algunos sacerdotes radicales a apartarse del templo y sus instituciones, para separarse de la corrupción: este es el origen de la “secta” de los esenios (en el año 141 a.C. tiene lugar el exilio del “maestro de Justicia”), que no se reduce al asentamiento monástico de Qumrán; hubo también esenios en lugares como Damasco o Alejandría.
D. El afianzamiento de la monarquía asmonea
Jonatán murió violentamente en la ciudad de Tolemaida, del mismo modo como murieron todos los hermanos Macabeos. Le sucedió Simón (143-134 a.C.), el último de los hermanos, que unió en su persona la función religiosa de sumo sacerdote y la función política de etnarca. Consiguió de Demetrio II la total exención de impuestos, lo cual suponía de hecho la plena independencia con respecto al poder de los seléucidas. Simultáneamente abolió la era seléucida como modo de datación cronológica, y a todos los efectos gobernó como un soberano independiente. Como sus hermanos antes de él, Simón buscó siempre el favor y la protección de Roma, siempre dispuesta a debilitar el poder de los seléucidas. Simón fue asesinado también violentamente junto con dos de sus hijos por su yerno Ptolomeo, lo cual nos hace ver lo turbulentos que fueron aquellos tiempos en los que la casi totalidad de los reyes y pretendientes antioquenos así como los dirigentes judíos murieron violentamente.
Tras él, su hijo Juan Hircano (134-104 a.C.) fue aún más lejos, proclamándose rey y ampliando el territorio judío hasta los límites que había alcanzado en su momento de mayor esplendor, en tiempos de David y Salomón. Entre sus conquistas se cuenta la Idumea y la Samaría. Hircano llevó a cabo una intensa judaización de su reino (destrucción del templo samaritano del Garizín en el 128 a.C.), forzando a sus habitantes a circuncidarse o exilarse.
Pese a estos éxitos militares, Juan Hircano vivía más como un monarca helenístico que como un verdadero sacerdote judío, y los sectores más tradicionales criticaban la identificación entre la realeza y el sacerdocio, reclamando una separación de ambas funciones. En este contexto surgió el grupo de los “fariseos”, que tan importantes serán en la época de Jesús y posteriormente. Constituían una piadosa fraternidad laica, que buscaba la santificación de la vida cotidiana, trasladando a esta la exigencia de pureza ritual del templo de Jerusalén. Aspiraban a aplicar la Torah a la vida de su tiempo, para lo cual completaron la ley escrita en el Pentateuco con numerosos preceptos tomados de la tradición oral de Israel (rabinismo).
Los fariseos, que pronto alcanzaron gran prestigio entre el pueblo, pretendieron influir en la política judía y fueron entrando en conflicto con la dinastía asmonea que se iba helenizando cada vez más. A la muerte de Juan Hircano, uno de sus hijos, Aristóbulo I, hizo morir a su madre y a su hermano Antígono, y asumió el título de rey por primera vez. Su reinado fue muy breve, apenas dos años, pero en este tiempo consiguió seguir ensanchando las fronteras del reino conquistando la Iturea y forzando a la población a judaizarse.
A la muerte temprana de Aristóbulo, su viuda Alejandra Salomé contrajo matrimonio con el hermano de Aristóbulo, Alejandro Janeo, que será el más brillante de los reyes asmoneos (103-76 a.C.) En su época se agudizó el conflicto con los fariseos que tomaron parte en un levantamiento general contra su monarquía con ayuda extranjera. Janeo respondió con una violenta represión (más de 3000 fariseos fueron crucificados), pero a su muerte encomendó a su sucesora, la reina viuda Alejandra, que actuara de forma más conciliadora.
Alejandro Janeo siguió la política expansionista de sus predecesores y extendió su dominio sobre casi todas las ciudades costeras, y muchas de las ciudades de la Decápolis en la Transjordania. Al final de las campañas de la dinastía asmonea, los judíos consiguieron recomponer un reino casi tan extenso como el atribuido a David en la Biblia. Su política de limpieza étnica intentó crear una homogeneidad judía, forzando a los extranjeros a judaizar a exiliarse.
Alejandra Salomé (76-67 a.C.) asumió el poder tras la muerte de su marido y realizó un cambio brusco de política. Admitió a los fariseos en el consejo real (“sanedrín”), al lado de los saduceos, con lo cual su influencia se acrecentó notablemente. De hecho, es la espiritualidad farisea la que dominó, hasta los tiempos de Jesús, el judaísmo palestino.
Dado que no podía ejercer la función sacerdotal por ser mujer, Alejandra confió este puesto a su hijo mayor Hircano II, hombre débil e influenciable, sometido a su consejero Antípatro el idumeo.
A la muerte de Alejandra, el hijo pequeño Aristóbulo, se proclamó rey, deponiendo a su hermano mayor Hircano. Éste tuvo que huir a refugiarse con los nabateos y aconsejado por su canciller Antípatro, entró en negociaciones con Pompeyo. Pompeyo era el representante de Roma, la nueva potencia mediterránea, que se encontraba por entonces por la zona, donde había anexionado los últimos restos de la monarquía seléucida transformando a Siria en provincia romana.
El general romano decidió apoyar la causa de Hircano porque le vio más manipulable. Las legiones romanas consiguieron hacerse con Jerusalén y cautivar a Aristóbulo y a sus hijos a quienes llevó consigo a Roma como cautivos.
Con la entrada de Pompeyo en Jerusalén (63 a.C.), terminará la autonomía del reino de los judíos que a partir de entonces estará sometidos al poder de Roma bien directamente o bien a través de regímenes marioneta.
E. La literatura bíblica durante la época helenística
Veremos algunas de las novedades que se producen en la elaboración de los libros sagrados del judaísmo durante esta época. Ya nos hemos referido anteriormente a los dos libros de los Macabeos que no fueron admitidos en el canon rabínico, pero que están presentes en la edición de los LXX.
En el contexto del primer influjo del helenismo surge el libro de Qohelet (conocido también por su nombre griego de Eclesiastés, o “el predicador”), una obra extrañísima, que rezuma escepticismo y desengaño. A lo largo de este período se cierra también la colección de los salmos, y se recogen una serie de cantos de amor tradicionales que van a configurar el “Cantar de los cantares” (quizá reflejo de un deseo de mostrar, ante la pujanza de la literatura griega, el genio lírico hebreo).
Durante la etapa helenística proliferan las escuelas rabínicas, dedicadas al estudio de la Torah. En una de ellas surge el libro del “Eclesiástico”, que recoge las enseñanzas de Jesús ben Sira, maestro de Jerusalén. Redactado en torno al año 200 a.C. y traducido al griego en Alejandría, se difundió sobre todo entre los judíos de la diáspora (hasta hace un siglo sólo se conocía en versión griega). Consiste en una especie de enciclopedia sapiencial, que contribuyó a alimentar la piedad judía, igual que otro libro de esta época, el de Tobías, una “novela ejemplar” ambientada en Nínive (y por ello especialmente atractiva para los de la diáspora). Ninguna de las dos obras ha sido admitida en el canon judío.
A mediados del siglo III se produce un acontecimiento de gran importancia: se traduce por primera vez la Torah al griego, para atender a las necesidades de los judíos de Alejandría, que ya no eran capaces de leer el hebreo. Dicha traducción tuvo lugar durante el reinado de Tolomeo II Filadelfo (285-247 a.C.). Según se cuenta en la “carta de Aristeas”, el rey de Egipto, deseoso de conocer los libros sagrados de las diversas religiones, había pedido a Jerusalén el envío de expertos; el sumo sacerdote le mandó setenta maestros, los cuales, trabajando independientemente, llegaron a un resultado idéntico en la traducción. La versión “de los LXX”, que supone un esfuerzo notable de inculturación por parte del judaísmo, será la Biblia de las primeras comunidades cristianas, y la que manejarán los redactores del Nuevo Testamento.
Los sucesos relacionados con la revolución asmonea no fueron meramente una guerra de liberación contra las autoridades de Antioquía, sino que dieron lugar a una importante reflexión sobre esos mismos sucesos a la luz de la fe. En estos tiempos conflictivos, la espiritualidad judía acentúa la invitación a confiar en Dios y en su intervención salvadora en favor de los justos; tal es el humus en el que se va a desarrollar la literatura apocalíptica. Ya no hay profetas que puedan iluminar, con la luz de Dios, la oscuridad en que camina el pueblo; por eso se escriben libros evocando a los grandes testigos del pasado (Elías, Moisés, Enoc, incluso Adán y Eva...), a los cuales, por su cercanía a Dios, se les considera capaces de predecir el futuro.
La literatura apocalíptica también ha encontrado su lugar en la Biblia: a este género pertenecen la segunda parte del libro de Zacarías (capítulos 9 al 14) y, sobre todo, diversas secciones del libro de Daniel. Este es un texto complejo, con diversos estratos redaccionales, y con una posible base histórica muy escasa (el protagonista es un judío llamado Daniel que vive en Babilonia en la época del destierro). Una parte está escrita en hebreo, otra en arameo y otra en griego; esta última no se incluye en las Biblias judías y protestantes, de manera que el libro tiene diferente extensión en unas Biblias y en otras.
Las características de la literatura apocalíptica ya están presentes en las primeras obras: pseudonimia, simbolismo numérico, lenguaje secreto, actividad de los ángeles y angelología, división de la historia en períodos, y referencia a un tiempo futuro de salvación en medio de grandes cataclismos. Esta urgencia apocalíptica se hace sentir sobre todo en tiempos de gran opresión y persecuciones.
Otro libro escrito en esta etapa helenística es el libro de Ester, una novela “ejemplar”, probablemente con algún fondo histórico, que muestra cómo Dios interviene en favor de su pueblo oprimido. La parte hebrea del libro no contiene, curiosamente, ninguna alusión de tipo religioso, y más bien da la impresión de ser un canto a la venganza; en cambio, la sección escrita en griego, más piadosa, incluye numerosas oraciones. El libro de Ester se lee en la fiesta llamada Purim (“las suertes”), fiesta de origen desconocido, aunque ciertamente posterior al exilio, y que tiene que ver con la costumbre babilonia de “echar las suertes” en la primavera, al comienzo del año astrológico. Naturalmente, el judaísmo ha reinterpretado esta fiesta pagana, dándole otro sentido, pero aún quedan en el libro ciertas reminiscencias babilónicas.
El libro de Judit (“la judía”), novela escrita para alentar a los participantes en la rebelión asmonea, es una exaltación de la debilidad judía (Judit) frente a la fuerza de las grandes potencias (Holofernes). En el trasfondo de la narración se mezclan, de manera poco histórica, elementos de los diversos imperios que habían dominado el Oriente en los siglos anteriores (Asiria, Babilonia, Persia, Grecia...). Los libros posteriores, como el de Baruc, la “carta de Jeremías” o el libro de la Sabiduría, escrito en griego en torno al año 60 a.C., ya no serán incluidos en el canon judío.
Martín-Moreno González, Juan Manuel, Historia de Israel, Universidad Comillas de Madrid,
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